A menudo hablamos de educar a los niños y enseñarles; sin embargo me pregunto hasta qué punto nos dejamos enseñar por ellos. Les enseñamos aspectos relacionados con lo académico: el significado de las palabras, la búsqueda de nuevas que le ayuden a expresar aquello que quieren decir y no saben cómo…
También les enseñamos diferentes hábitos como hacer deporte, comer variado, leer… o les inculcamos valores como respetar el medio ambiente o cuidar de una mascota, por ejemplo.
Les enseñamos muchas cosas que necesitan ir aprendiendo y no solemos plantearnos que nos enseñan ellos a nosotros. Que nos enseñan con su manera de ser, hacer y relacionarse con lo otro. La honestidad y la sinceridad con la que hacen las cosas, lo coherente en su decir y su hacer, la capacidad para trascender las emociones sin apegarse a ellas (pueden enfadarse y al poco tiempo ya se les ha pasado…), etc.
Sin embargo no es mi intención referirme en este post a este tipo de aprendizaje, sino a lo que aprendemos en la relación con ellos, es decir, a aquellos aspectos de nosotros mismos que descubrimos en nuestra relación con ellos.
Y es que, un camino que hace posible el autoconocimiento consiste precisamente en ver qué me pasa a mí con lo que le pasa al otro, con lo que hace o deja de hacer, con lo que dice o deja de decir. A menudo la pareja también constituye una buena oportunidad para mirar eso de nosotros que no podemos ver si no es a través de –como dicen algunas parejas cuando vienen a terapia- “eso que me saca de quicio”.
Con todo, en esto del autoconocimiento a través del otro, los niños son nuestros mejores maestros, sin lugar a duda. Todos los padres tienen los hijos que tienen que tener. Suele ser habitual el o la adolescente desordenado y la madre muy ordenada, o el hijo que no quiere estudiar y el padre que quiere que sea abogado, médico, etc. Si hablamos de las emociones lo mismo, una madre/padre aparentemente segura con un niño con miedo, etc.
Esto no es así sin más, es decir, no es que un niño/a, hombre/mujer –en el caso de la pareja- sea el opuesto de lo que somos, sino más bien que a través de las crisis con unos o con otros existen aspectos nuestros de los que no somos conscientes, lo que en terapia llamamos puntos ciegos. Aquellas cosas que no percibimos y que suelen ser relegadas u olvidadas a otro lugar de nosotros creyendo que no existen.
Es en estas crisis de pareja o en las dificultades con los hijos es donde tenemos la ocasión de hacernos esas preguntas que no nos haríamos si no pasara nada y mirar más allá para descubrir esos aspectos que no conocemos de nosotros.
De esta manera, puede resultar muy útil hacerse preguntas diferentes que abran nuevas vías de exploración y nos conduzcan a otras respuestas. En lugar de buscar la respuesta en qué le pasa a mi hijo, podría ser interesante ver qué me pasa a mí con lo que le pasa a él/ella; que siento, que pienso, cómo reacciono y desde dónde lo hago. Desde ahí es más fácil abordar lo que al niño respecta y de paso aprendemos algo sobre nosotros.
Es posible crecer y desarrollarse con los hijos. Como dice Rüdiger Dahlke: “No se puede pensar en mejores terapeutas que los hijos. La mitad de ellos está hecha de nosotros mismos, y en consecuencia se nos parecen tanto en forma satisfactoria como, a menudo, también embarazosa. Tienen además la insuperada capacidad de poner sus deditos en nuestros puntos débiles”.
Feliz viernes!
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