Nos movemos en una constante incongruencia: queremos que los niños cambien actitudes, comportamientos, hábitos… y criticamos los mismos. Ponemos el foco en su dificultad para cambiar. Luego, nos quejamos de que sean eso y de que sigan actuando así. Justamente lo que hemos potenciado.
A veces, agotados por la desesperanza de no saber de qué manera actuar con los niños o con los adolescentes en cuestiones como los deberes, la comida, las actitudes…los adultos decimos cosas como: Siempre haciendo lo mismo…, mira que te cuesta “portarte bien”…, etc.
Esto no es gratuito, pues afecta negativamente a la relación y a veces nos hace sentir que somos “malos” con nuestros niños y/o alumnos. En algunas situaciones les decimos, no puedes hacerlo “así”, de esta manera sí, etc.; y les inducimos a que lo suyo no es válido, mejor que lo hagan a nuestra manera. Con ello provocamos un sentimiento de indefensión e insuficiencia que condiciona su valoración y estima.
Otras veces adoptamos la actitud contraria y decimos: vamos, tú puedes conseguir lo que te propongas, ya verás cómo te va a salir todo bien… Una actitud que no deja de ser idealista y que nos aleja de ver a nuestros niños como personas humanas, estimulándolos a la perfección y a la insatisfacción.
Los niños y los adolescentes tienen una sensibilidad especial para recibir las cosas, y por extraño que pueda sonar, saben captar mejor que los adultos cuando una cosa es auténtica y cuando no. Si creemos que son incapaces lo interiorizarán, da igual lo que les digamos verbalmente y los halagos que les hagamos, saben captar lo que hay en el fondo.
Con todo, somos humanos y tendemos a educar cómo hemos sido educados, cómo pensamos que podemos influir de una manera positiva o incluso cómo nos han dicho que se debe educar.
A veces lo “único” que tenemos que hacer es creer en ellos y en sus capacidades. Esto de por sí ya va a fomentar que nos dirijamos a ellos con una actitud diferente y que manejemos los contratiempos de una manera más constructiva.
Este mismo principio es una cuestión que se puede aplicar en otros ámbitos. Necesitamos recuperar el poder de creer en las personas, lo que una persona puede lograr cuando cree en ella misma es asombroso. Con los niños sucede lo mismo, la única diferencia es que para que un niño se enseñe a creer en sí mismo necesita que el adulto lo haga primero.
Ésta es una cuestión de vital importancia para el cambio: creer que es posible, que es capaz. Confiar en sus capacidades, posibilidades y aptitudes. Confiar en su crecimiento como personas. Sin esta premisa da igual lo que hagamos. Y para creer, antes hemos de verlos y de vernos a nosotros mismos; y por qué no, recordar que un día nosotros también fuimos niños.
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